Eran las 5:52 pm de una tarde cualquiera y de un año cualquiera como diría mi querida amiga cuando recibí su llamada.
Al contestar no identifiqué a mi interlocutora pero en el segundo intento la ternura se apoderó de mi, sonreí y comencé a bromearla.
Decidí sentarme placidamente para disfrutar de su llamada.
Comenzamos a hablar del todo y de la nada; me preguntó que qué estaba haciendo y si no me interrumpía, por supuesto que le dije que no, esperaba su llamada desde hace tiempo.
Hablamos de la salud, del trabajo, de la familia, de los viajes y de la vida.
La plática comenzó a girar en torno a ella: de sus sueños, de sus decepciones y de sus anhelos.
Mientras ella hablaba recordé que hace miles de lunas atrás mis ojos se llenaban de ella, con emoción reconocí que el gran cariño que le tengo es uno de los regalos que me dio la vida y que su amistad siempre será un gran tesoro que cuidaré por siempre.
El tiempo fue pasando tan rápido que no nos percatamos que comenzaba a obscurecer.
Entendí que ella necesitaba hablar, entendí que su llamada era un intento de regresar el tiempo, a ese tiempo en el que era yo su confidente y su terapeuta involuntaria.
Sonreía yo mientras ella hacia intentos por reacomodar su vida, claro, con el sabio consejo de su amiga entrañable.
Y así de la nada llegó la noche entre anécdotas y risas, nos despedimos con la certeza de saber que nuestra amistad duraría más allá de los 59:25 minutos que duró la llamada.
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