miércoles, 26 de octubre de 2011

LOS FEMINISMOS DE LAS MUJERES INDÍGENAS: ACCIONES AUTÓNOMAS Y DESAFÍO EPISTÉMICO

Por Francesca Gargallo
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Coloquio: memoria, violencia y acción emancipatoria
XVI Congreso Nacional de Filosofía
Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, 25 de octubre de 2011
Facultad de Humanidades • Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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La Madre Tierra es la mujer de origen. Concebida como mujer, la Madre Tierra contiene la integralidad del Universo.
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Aída Qilcue, consejera nasa del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC)
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Estudiar las teorías y posicionamientos políticos y vitales de las propuestas feministas de las intelectuales, activistas, dirigentes y mujeres en general que se generan al interior y, a la vez, confrontando las renovadas políticas de identidad, de defensa del territorio y del derecho propio de los pueblos indígenas de Nuestra América, más allá de la animadversión que despierta en la academia que se niega a reconocer los conocimientos que no se generan desde su seno, me confronta con la urgencia de cambiar mi forma de relacionarme con las productoras de conocimiento. Es muy difícil cuestionar la centralidad de la epistemología de lo occidental en el feminismo desde la academia y las ciudades, pero es evidente que muchas mujeres se encuentran des-centradas -¿libres del cerco?- de ella. Conocer las ideas que las mueven a la acción, para mí también ha implicado una acción, un ponerme en movimiento hacia ellas y buscar las vías de entablar un diálogo.
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Conocer la poesía de Maya Cú Choc y conocerla personalmente ha posibilitado que me pusiera en movimiento. En 2006, le pedí a Maya que dialogáramos sobre algo que nos concernía a las dos y empezamos a cartearnos sobre el racismo, que es una relación dual, implica quien se beneficia del racismo y quien es explotada sistemáticamente por la existencia del fenómeno. Como mujer blanca yo gozo los privilegios que en un sistema racista me han favorecido desde la infancia, pero como están interiorizados y normalizados no los tomo en consideración, no me percato de ellos, me abrogo el derecho de no reconocerlos, a menos que alguien me los señale. Desde ese momento, yo soy responsable de ellos, a pesar de que pueda esgrimir un discurso, que la escuela me ofrece, con que justificar mis éxitos. Para Maya Cú Choc, mujer queqchí, el racismo es también una condición diaria que la confronta con toda la historia de Guatemala y sus genocidios recientes, como el de 1982 que obligó a su familia a desplazarse a la ciudad capital donde ella crece sin los referentes culturales con los que la sociedad blanca identifica a los pueblos indígenas: territorio, lengua e indumentaria tradicional.
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El diálogo con Maya Cú trasciende pronto la relación personal y subimos una parte de nuestras reflexiones epistolares a una red de escritoras feministas.[1]
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Intervienen muchas voces en nuestro diálogo, que se amplía. También los de las feministas afrodescendientes, entre ellas la lesbiana dominicana Ochy Curiel, hoy catedrática en Bogotá, quien cuestiona el uso de mi lenguaje. Había utilizado, en efecto, la palabra“denigrar” como sinónimo de rebajar, sin darme cuenta que etimológicamente denigrar significa “rebajar a la condición de negra”, es decir implica una acción racista de descalificación por condición étnica.
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Cuando en 2008, conocí a la joven socióloga quiché Gladys Tzul Tzul, quien cruzaba parte de sus conocimientos comunitarios con la filosofía de Foucault, empezamos a complejizar el entendimiento del racismo, hablando de las relaciones de poder. Juntas queríamos entender qué lugar asignan a las mujeres las comunidades patriarcales ancestrales que tienen un doble frente dónde justificar su necesidad de cohesión: el interior de la propia comunidad, para la manutención y funcionamiento de los bienes que están en propiedad colectiva, y el externo, para defenderlos de una expropiación por el estado republicano que está siempre al acecho. Como feminista, yo aportaba al diálogo mi entendimiento de qué es el control mediante el confinamiento del cuerpo de una mujer.
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Un tercer paso fue acercarme a las mesas donde las mujeres de diversos pueblos y nacionalidades empezaron a ser invitadas a exponer en las universidades de la Ciudad de México, a los talleres que empezaron a exigir en los encuentros feministas en México y Centroamérica y a acudir a los encuentros de mujeres indígenas y negras de Honduras, que se radicalizaron y multiplicaron después del golpe de estado que se realizó contra el presidente democráticamente electo de ese país el 28 de junio de 2009.
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En agosto de 2010, me puse en viaje por tierra de México hacia el sur para hablar con las mujeres que quisieran establecer un diálogo conmigo desde su proprio territorio de enunciación. Dejé voluntariamente atrás el lugar de poder que mi oficina universitaria revestía y me expuse a la vulnerabilidad de no entender lo que se te dice hasta no hacerte de las herramientas para poderlo traducir. Por supuesto no aprendí las 607 lenguas que se hablan en Nuestra América, pero me eduqué, por ejemplo, en cuándo podía hablar sin interrumpir la palabra de la otra. Escuchar se convirtió en mi principal instrumento de aprendizaje.
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Por supuesto, una forma de escuchar es también leer lo que las intelectuales indígenas escriben. La relación entre cultura oral y escrita es compleja en un mundo colonizado que se libera a través de prácticas educativas que no pueden prescindir ya del uso de un alfabeto que es un componente cultural impuesto. El uso del alfabeto latino es un hecho, aunque se resignifiquen las formas y los contenidos de la escuela, como sucede en casi todos los pueblos, y que el pueblo nasa, en el Cauca, Colombia, y el pueblo mixe, de Oaxaca, México, profundizan para la teorización de la “educación propia” como derecho a reivindicar al estado republicano y como práctica en y para sus escuelas y universidades autónomas.[2].
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Durante el viaje conocí a diversas posiciones políticas del feminismo entre las mujeres de los pueblos originarios, a veces dentro de un mismo pueblo, como entre las zapotecas, las caqchiqueles, las quichés, las xinkas, las nasa, las quechuas y las aymaras. Posiciones distintas, en ocasiones confrontadas, que van desde la radicalización de la complementariedad implícita en la dualidad cosmogónica propia de las tradiciones religiosas y vitales americanas a favor de las mujeres –“mujeres y hombres somos complementarias para la comunidad, no podemos prescindir de los hombres, pero podemos exigirles la equidad”, es más o menos la posición que me han expresado mujeres nahuas, quichés, gnöbe, quechuas, aymara, mapuche de esta tendencia-, hasta posiciones de organización comunitaria que denuncian un patriarcado ancestral fortalecido por el patriarcado colonial del que hay que liberar el propio territorio-cuerpo mientras se defiende la tierra-territorio comunitario, como lo plantean las feministas comunitarias xinkas de Guatemala. A este encuentro y fortalecimiento histórico de los patriarcados originarios y colonial las feministas comunitarias de Bolivia lo llaman “entronque de patriarcados” y consideran que es el sustrato del así llamado “machismo latinoamericano”.
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Entre estas dos posiciones, son reconocibles otras formas de trabajar entre mujeres para la buena vida de las mujeres, lo cual, en palabras de Julieta Paredes, feminista comunitaria de la Asamblea de Mujeres de Bolivia, se traduce al castellano como feminismo: “En todas las lenguas de Abya Yala la lucha de las mujeres en sus comunidades para vivir una buena vida en diálogo y construcción con otras mujeres se traduce en castellano como“feminismo”.[3]
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En las otras formas de expresar el propio feminismo de las mujeres indígenas es muy difícil trazar una línea divisoria entre una activista de los derechos humanos de las mujeres y una feminista. Una parte muy importante de la reflexión de las feministas de los pueblos indígenas tiende a la elaboración de estrategias para la mejora de las condiciones de vida de las mujeres. Prácticas a niveles extremos, identifican las estructuras de poder para contrarrestarlas más que para destejer cómo se configuraron.
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Los elementos simbólicos del sexismo son pocas veces tocados en sus reflexiones, prefiriendo estudiar cómo detener a las autoridades que expresan ideas misóginas y ocultan su indiferencia hacia la violencia contra las mujeres, llegando a dejar impunes los delitos que se cometen contra ellas.
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Tampoco es posible trazar una separación entre una feminista y una activista indígena por los derechos comunitarios. El propio feminismo indígena que elabora estrategias comunitarias para el cuidado de las mujeres y la socialización de su trabajo de reproducción de la vida no podría existir si la comunidad desapareciera y se impusiera un sistema individualista de sobrevivencia monetaria asalariada y una familia nuclear, centrada en la pareja como núcleo excluyente, asocial, paradójicamente convertido en el capitalismo en la “base” de la sociedad.
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Muchas mujeres indígenas analizan desde su condición femenina la historicidad del racismo, la explotación laboral, la marginación y la exposición a la violencia que sufren, y dejan de lado los mecanismos sociales de inferiorización de las mujeres propios del universo simbólico de sus pueblos.
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Porque han lidiado a lo largo de sus vidas con hechos traumáticos y violencias constantes, casas atacadas, hijos y nietos detenidos ilegalmente, mujeres violadas por grupos de soldados y paramilitares, agresiones de autoridades tradicionales masculinas a mujeres que asumen cargos políticos de elección ciudadana, amenazas de talamontes contra las ecologistas comunitarias, invasiones de tierras, linchamientos de lesbianas, discriminaciones en las escuelas, los hospitales y las cárceles, y otros, a las feministas indígenas que son activistas de los derechos humanos de las mujeres no les queda el tiempo de una reflexión acerca de lo estructural que es la desigualdad entre mujeres y hombres en su cultura.
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Sin embargo, existen feministas de diversos pueblos que han generado reflexiones importantes sobre el lugar desde dónde se piensa la superioridad masculina y cómo, en todos los casos, sirve para excluirlas del poder político y económico, devolviéndolas a varios “adentro” donde desempeñar lo que se le asigna como función social: el adentro de la casa, como trabajadora doméstica y sostenedora de las redes afectivas de parentesco, y el adentro de la comunidad, donde se les asigna el papel de defensoras de la cultura y, por lo tanto, se les niega el trato con el mundo exterior.
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Otras feministas más han revisado cómo la preferencia por los hombres en su cultura ha terminado por propiciar la falta de confianza entre mujeres, en particular cuando se trata de la transmisión de conocimientos y funciones entre generaciones: la madre amada pero desposeída, la madre que ejecuta la voluntad de los hombres de la familia y castiga los anhelos de las hijas, la madre controladora de la sexualidad y el trabajo de la familia privilegiando la libertad de sus hijos y castigando la movilidad de las hijas y las nueras, son imágenes recurrentes en las narraciones de las mujeres y evidencian la falta de auto-determinación en las relaciones entre ellas.
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Finalmente, hay feministas indígenas que han dedicado su reflexión a la afectividad, preguntándose cuánto de una construcción de género que privilegia la dureza y la fortaleza masculinas termina por imposibilitar el afecto, la comprensión y el goce de una verdadera complementariedad entre hombres y mujeres en la vida íntima y social.[4]
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Ahora bien, la pertenencia a un pueblo o a una nación originaria es condición para la acción feminista tanto como lo es la pertenencia a cualquier estado. Las mujeres no inician un proceso de lucha por sus derechos, reivindicando su cuerpo, su imaginario, su espacio y sus tiempos en la revisión total de la política porque son francesas o nasa, mexicanas o mapuche, sino porque un sistema que otorga privilegios a los hombres -y a lo que considera proprio de ellos, lo masculino- las oprime. La acción feminista es una confrontación con la misoginia, la negación y la violencia contra el espacio vital de las mujeres, que ellas emprenden cuando se reconocen y dialogan entre sí. En otras palabras, el feminismo es una acción del entre-mujeres ahí donde el entre-mujeres es mal visto, menospreciado, impedido, es objeto de burla o de represión: el feminismo es un acto de rebeldía al status quo que da pie a una teorización.
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Partiendo de esta idea, ¿cómo es posible que en Nuestra América se niegue la teorización feminista que no proviene de los grupos blancos y blanquizados, urbanos, insertos en un sistema de género binario y excluyente? La respuesta más plausible es porque hay una voluntad de no tejer la realidad histórica del continente con los hilos de la diversidad, con las historias de sus células que no se tocan y dónde la más prepotente esconde con su tamaño las demás, en ocasiones englobándolas como una amiba. El feminismo entonces carga las mismas anteojeras que las demás teorías políticas, como el Che Guevara que murió en un territorio donde abundaban las hierbas para curar el asma pero que él, médico académico, no era capaz de reconocer porque no creía que los indígenas tuvieran conocimientos universales y, por lo tanto, no dialogaba con ellos y ellas.[5]
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Los hilos del tejidos feminista americano son los de la pertenencia histórica, es decir las lenguas que se hablan, los credos que se profesan, los sustratos metafísicos a develar, las preferencias sexuales y la tolerancia o intolerancia que gozan socialmente, las vivencias inmediatas, las formas de participación social, las ideas de familia y parentesco, las edades, las profesiones.
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Por supuesto vivimos en un país racista, como todos los países americanos. Las palabras y discursos igualitaristas en México sirven, como dice muy bien la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui a propósito del lenguaje político de las repúblicas americanas, para encubrir en lugar que para develar la realidad.[6]
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En el país que hace alarde de ser cuna de la primera revolución social del mundo, nada de lo que no pertenezca al mundo blanco es digno de interés. Que todos seamos mestizos en el discurso oficial debe leerse como un mandato: todas y todos debemos esforzarnos en resaltar la parte blanca de ese mestizaje, identificarnos con ella e intentar serle fiel enterrando a la otra parte, a cualquier otra parte.
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No es casual que en estos días se esté llevando a cabo en Costa Rica una reunión de escritoras y escritores indígenas, afro-descendientes y sino-descendientes para que debatan entre ellos acerca de una literatura de la exclusión y la discriminación. Lo que la urgencia de una reunión de artistas que tienen en común sólo su origen no europeo delata es que en la cultura oficial, la que se transmite, publica y universaliza, ni las ideas ni la estética, y mucho menos el deseo de buena vida, pueden definirse fuera del marco de los supuestos metafísicos del occidente individualista.
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En este clima, ¿es posible afirmar un feminismo (o varios) que no centre su accionar en la búsqueda de una emancipación personal? O, más precisamente, ¿de qué manera reconocerle valor epistémico y político a las ideas de buena vida para las mujeres que no se sostienen en la prioridad absoluta, imperiosamente reiterada, de seguir confundiendo la emancipación con el derecho al acceso al poder de compra de cosas y saberes?, ¿confundiendo la libertad con el acceso al poder?
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Son preguntas epistemológicas, vinculadas con esa pregunta filosófica nodal en Nuestra América que Horacio Cerutti resume en cuatro palabras: ¿Cómo pensar la realidad?[7]Es un hecho que en varios lugares de Nuestra América se levantan voces femeninas que denuncian que el feminismo cuando se institucionaliza se transmuta en una nueva forma de mediatizar los deseos y los saberes de las mujeres.
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En particular, en su formulación hegemónica, se convierte en una teoría-jaula de las mujeres que han formado sus ideas políticas en modos de pensar la realidad que no son las que se transmiten en las universidades y a través de las instituciones educativas de las políticas públicas republicanas.
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Por ejemplo, el feminismo comunitario de las mujeres aymaras de Bolivia viene trabajando desde 2004 sobre la relación existente entre patriarcado y colonialismo interno. Afirma luchar tanto contra la naturalización de toda inferioridad, sumisión o lugar secundario y dependiente de las mujeres en la cultura republicana y en las culturas ancestrales, como contra la forma que esta naturalización ha adquirido al insertarse en el patriarcado que se refuerza, incrementa y se coordina con los poderes coloniales. De ahí, ha llegado a la conclusión que no puede haber descolonización en América que no se acompañe de una profunda despatriarcalización, eso es de la cancelación de la hegemonía masculina que pretende imponerse en todos los ámbitos de la vida mediante la discriminación de las mujeres y la desvalorización de todo lo que califica de femenino.
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No obstante, de esta categoría que describe la acción femenina para transformar la incuestionable asignación de cuotas de poder y libertad de movimiento a los hombres, se apropió el Estado Plurinacional de Bolivia para abrir el 15 de septiembre de 2010 una Unidad de Despatriarcalización en el Viceministerio de Descolonización del Ministerio de las Culturas. A las feministas comunitarias, paradójicamente, hoy le es más difícil afirmar la evidencia de un “entronque” entre los patriarcados ancestrales y el patriarcado de origen colonial, porque el estado resalta la“mutua complementariedad” entre hombres y mujeres, asumiendo que es“originaria”, propia, incambiable. La autonomía de las mujeres se vuelve impracticable en esta apropiación de la despatriarcalización ya que, como escribe Elisa Vega Sillo, originaria Kallawaya, ex Constituyente en la Comisión Desarrollo Social y operadora de proyectos en la Unidad de Despatriarcalización, son “los movimientos y las ideologías de mujeres y varones indígenas los que logran establecer que los conceptos de equivalencia, complementariedad y armonía entre mujeres y varones y la Madre Tierra no son solamente discursos, sino constituyen el ajayu [espíritu] del proceso de cambio”.
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Pero, a seis mil kilómetros de Bolivia, el feminismo comunitario de las mujeres xinka de Guatemala se reapropia y resignifica la idea de despatriarcalización desde una idea radicalmente feminista. En su Declaración Política ¡No hay descolonización sin despatriarcalización!, quehicieron pública el 12 de octubre de 2011, Día de la Resistencia y Dignificación de los Pueblos Indígenas, se autodenominan, determinándose sin injerencia ajena y sin necesidad de reconocimiento externo, como “Nosotras, mujeres xinkas feministas comunitarias, montañeras, luchadoras, viviendo y conviviendo en la montaña de Xalapán” y se declaran “en acción permanente para afianzar la despatriarcalización de nuestro territorio cuerpo y territorio tierra, sin lo cual, es incoherente la descolonización de los pueblos”. Estando en “lucha permanente contra todas las formas de opresión patriarcal originaria y occidental”, las mujeres xinkas se describen a sí mismas como un “territorio cuerpo” colectivo e individual, tan “nuestro” como de cada una, que sigue “sufriendo los efectos del patriarcado ancestral y occidental, los cuales se refuncionalizan y se manifiesta en diferentes formas de opresión contra nosotras en nuestros hogares y comunidades”. Para ellas, “la expropiación histórica de nuestros cuerpos sigue presente cuando no podemos decidir por nuestros cuerpos y por nuestra sexualidad en libertad y autonomía”, según postulados muy conocidos, pero sobre esta afirmación construyen algo desconocido al feminismo occidental e indispensable para liberarse en este continente, es decir que viven “En resistencia y lucha permanente contra todas las formas de opresión capitalista patriarcal, que continúan con la amenaza del saqueo de minería de metales en la montaña y nuestros territorios, y contra todas las formas de neo saqueo transnacional”.Éstas son “formas de colonialismo” que arremeten tanto contra el territorio comunitario, del que son parte como personas xinka, como “contra las mujeres en lo íntimo, privado y público”. Por ambas, inseparables realidades, asumen “acciones que desde lo individual y colectivo, fortalezcan la descolonización de cuerpos y territorios”.
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Una posición ligeramente diferente, porque menos centrada en la liberación del cuerpo territorio, pero igualmente convencida de la radicalidad de su demanda de emancipación, es la de las feministas lencas de Honduras que se han organizado en el COPINH (Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras). En palabras de la dirigente Berta Cáceres: “Ha sido difícil ir construyendo pensamientos y sobre todo una práctica de vida cotidiana y de vida organizativa alrededor del pensamiento feminista desde una organización indígena del pueblo lenca. Todo el patriarcado y machismo que cruza la sociedad a nivel familiar y organizativo ha penetrado tanto en cada una que se cree que es normal. Y desconstruir esto es realmente un desafío. Creo que cuando este pensamiento de emancipación total de las mujeres choca contra toda la dominación, no sólo capitalista y patriarcal, sino que también racista, produce algo así como un tsunami o como un terremoto.
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Liberarnos como mujeres es más complejo cuando lo queremos hacer en organizaciones mixtas, pero también allí está la urgencia del desafío, en trabajar en una organización mixta y lidiar con todo lo que se creen los hombres todos los días. Creo que cuando entendemos que no sólo nos enfrentamos al capitalismo, al racismo, sino que también hay que desmontar el patriarcado, es cuando realmente vemos que estamos en el camino hacia la dignidad humana”.[8]
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Camino hacia la dignidad humana, descolonización mediante un proceso de despatriarcalización, reconocimiento del propio cuerpo como el territorio de una, son ideas fuertes que de por sí guían hacia un corpus disperso de feminismos indígenas que no se conciben desde “fundamentos” o “bases” de la Modernidad cuales la centralidad y supremacía sobre la naturaleza de un ser humano escindido entre un cuerpo máquina y un alma racional (Descartes), la primacía de lo útil (Locke), la autonomía ética individual (Kant), la igualdad intelectual con el hombre (Madame Roland) y el acceso a la trascendencia por la economía, el trabajo y la cultura individuales (de Beauvoir).
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Implican una crítica a la idea de liberación como acceso a la economía capitalista (aunque sea de soporte del individuo femenino) y el cuestionamiento del cómo las feministas urbanas blancas y blanquizadas nos acercamos, hablamos y escuchamos a las mujeres que provienen de las culturas ajenas a los compromisos metafísicos de Occidente. Por ello, nos urgen a abrirnos a considerar diferentes filosofías de lo femenino y no aceptar un solo tipo de universalidad.[9]
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Regresando a la idea de la feminista comunitaria aymara Julieta Paredes acerca de que “Toda acción organizada por las mujeres indígenas en beneficio de una buena vida para todas las mujeres, se traduce al castellano como feminismo”, y cruzándola con la idea de la feminista xinka Lorena Cabnal de que “no sólo existe un patriarcado occidental en América, sino también patriarcados ancestrales u originarios, gestados en las filosofías, principios y valores cosmogónicos milenarios, que se refuncionalizaron durante la Colonia, fundiéndose y renovándose con el patriarcado occidental, en lo que Julieta Paredes llama entronque de patriarcados y que llega a nuestros días”,[10]intento una historia de las ideas de las mujeres indígenas que se resisten a la hegemonía occidental, en la construcción de los idearios feministas continentales.
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Ahora bien, como bien dice Silvia Rivera Cusicanqui en Ch’ixinakax Utxiwa, para analizar la historia de las ideas en América es necesario reconocer otras Modernidades que la de la esclavitud para los pueblos indígenas de América, unas modernidades que fueron escenarios de estrategias contrainsurgentes, de proyectos e ideas propias.[11]
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Modernidades indígenas, herederas de civilizaciones campesinas, de naciones nómadas y de desarrollos urbanos y nacionales, que perviven y se recrean en la actualidad, aunque fueron avasalladas, incendiadas y casi destruidas durante la invasión y la colonización europeas del continente. Modernidades que han dado pie a formas de re-organización social como la “comunidad étnica” y sus políticas de autosuficiencia, que incluyen la producción agrícola y el comercio, sistemas de género marcados por la aceptación o el rechazo a la supremacía del hombre, organizaciones familiares vinculadas a los nuevos sistemas de relación entre mujeres y hombres, y que fluctúan de la familia nuclear (un verdadero instrumento de privatización de las relaciones sociales) a la familia amplia y a la familia reconstruida , así como a diversas adaptaciones (creaciones) religiosas.
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Me atengo a este principio histórico de Silvia Rivera porque la pregunta sobre los supuestos epistemológicos y éticos de los feminismos de las mujeres de los pueblos indígenas atañe la crítica al programa de la “modernidad emancipada”, programa que confundimos con el de una Modernidad a secas, única, unívoca, universal.
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Por modernidad emancipada entiendo el proyecto de autonomía individual desvinculada del núcleo formativo en un contexto de libre mercado, en el marco de un sistema que se pretende mejor y se proyecta como hegemónico, aunque deja afuera a una multiplicidad de sujetos no contemplados (y por ende expulsados) de la teoría occidental.[12]
En particular, los expulsa de la teoría de la historia pensada para resaltar al sujeto único de la universalidad. En efecto, el hombre heterosexual blanco y con poder, como sujeto moderno-emancipado de la historia, entra en crisis ante la pregunta de cómo reconocer que, durante el proceso de liberación de las mujeres, que se construye sobre el contestado derecho de las mujeres a igualársele, valores no occidentales y fines contemporáneos pero ajenos a la modernidad emancipada orientan la convivencia humana.
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[1] Con Maya Cú publicamos en la revista Manovueltade la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (“Feminismo y racismo en América latina”, año 3, n.6, 2007) parte de nuestro diálogo epistolar sobre el carácter racista de las sociedades mexicana y guatemalteca iniciado en 2006. En él intervinieron en la red, las dominicanas Ochy Curiel y Yuderkis Espinoso, feministas radicales negras y lesbianas. Con la filósofa k’iché Gladys Tzul analizamos qué es el racismo y cómo se expresa en las naciones latinoamericanas que tienen un proyecto nacional que no puede tolerar la existencia de culturas diversas en su seno, aunque éstas sean mayoritarias o apenas minorizadas por prácticas de desconocimiento –como la imposición de definir a todos los pueblos indígenas como “campesinos”, en Perú, o como la insistencia en el carácter mestizo de la nación, en México, El Salvador y Honduras. Juntas debatimos largamente cómo el racismo es naturalizado por las culturas de origen colonialista, y cómo tiene relación con la inferiorización de las mujeres, otro proceso histórico de discriminación masiva, naturalizada por el sexismo, convirtiendo con ello a las mujeres en seres destinados al servicio del grupo de los hombres, dentro de todas las clases y en el cruce de clases.
[2] Cfr. ¿Qué pasaría si la escuela…? 30 años de construcción de una educación propia, Programa de Educación Bilingüe e Intercultural, Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), Editorial El Fuego Azul, Bogotá, 2004 y Wejën-Kajën. Las dimensiones del pensamiento y generación del conocimiento comunal, H. Ayuntamiento Constitucional de Santa María Tlahuitoltepec Mixe, Oaxaca, México, cabildo 2008
[3]Idea muchas veces expresada en nuestros diálogos en la Paz, Bolivia, en febrero y en abril de 2011. También puede encontrarse en: Julieta Paredes, Hilando fino desde el feminismo comunitario, Comunidad Mujeres Creando/Deustscher Entwicklungdienst, La Paz, 2010 y en Victoria Aldunate y Julieta Paredes, Construyendo Movimientos, serie Hilvanado, publicación solidaria en el marco del Convenio para el Empoderamiento de la Mujer en Perú y Bolivia, La Paz, 2010
[4]Cfr. Emma Delfina Chirix García, Afectividad de las mujeres mayas. Ronojel kajowalb’al ri mayab’ taq ixoqi’, Grupo de Mujeres mayas Kaqla, Guatemala, 2003
[5]Este dato me lo reveló Silvia Rivera Cusicanqui, mientras dialogábamos frente a la iglesia de San Francisco, en La Paz, donde ella participaba de la vigilia de mujeres en espera de las y los maerchistas indígenas que venían del Territorio Indígena y Parque Isidoro Segure (TIPNIS). Lo uso sin haberle pedido su consentimiento porque me resulta un dato muy revelador del tipo de relaciones epistémicas que se instauran entre “hombres”educados en la academia y los y las curanderas indígenas, por muy revolucionarios que se consideren.
[6] Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’ixinakax Utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Editorial Retazos/Tinta Limón, Buenos Aires, 2010
[7] Cfr. Horacio Cerutti Guldberg, Filosofar desde Nuestra América. Ensayo problematizador de su modus operandi, UNAM/Miguel Ángel Porrúa, México, 2000
 [8]Durante una charla que sostuvimos el 17 de septiembre de 2010 en Intibucá, Honduras, y que me permitió grabar.
[9] Es de mencionarse que las feministas negras de dominicana postularon “desuniversalizar” el sujeto Mujeres en la historia del feminismo continental (cfr. Ochy Curiel, “Los aportes de las de las afrodescendientes a la teoría y la práctica feminista: desuniversalizando el sujeto Mujeres”, 2007, http://www.iidh.ed.cr/comunidades/diversidades/docs/div_enlinea/afros%20feminismo.htm). Desde una perspectiva de lectura crítica del universalismo académico, cfr. a la antropóloga mexicana Sylvia Marcos en Cruzando fronteras. Mujeres indígenas y feminismos abajo y a la izquierda, Editorial Cideci/Universidad de la Tierra, San Cristóbal de las Casas, marzo 2010, p.26
[10]Dicho durante el encuentro que sostuvimos en Ciudad Guatemala en julio de 2011.
[11] Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Tinta Limón, Buenos Aires, 2010, p.53 y s.
[12]En las concepciones inmediatas de la realidad social contemporánea, los conceptos de “occidental” y “capitalista” en América están tan intrínsecamente vinculados que no pueden separarse. No obstante, la mayoría de los planteamientos conocidos del socialismo científico son también occidentales u occidentalocéntricos ya que se sostienen en una división temporal de la historia pensada por Marx, que sólo toma en consideración la historia europea masculina para pensar los sistemas políticos y las formas económicas mundiales.

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