lunes, 24 de mayo de 2010

DE QUÉ MODO DEFENDER LOS DERECHOS HUMANOS PARA QUE ESA DEFENSA NO SE VUELVA UNA TRÁGICA FARSA

Por Francesca Gargallo Celentani
Ciudad de México,
Martes 25 de mayo de 2010

Para Eli que sabe ver el arte de las mujeres.

Como algunas de las presentes saben, yo colaboro con la Academia de Derechos Humanos de la UACM al coordinar, junto con otras dos feministas, Norma Mogrovejo y Mariana Berlanga, un seminario de feminismo latinoamericano todos los miércoles. Y ya que las tres somos mujeres públicas nos hemos convertido en tres convencidas sostenedoras de la educación pública, de modo que a ese seminario pueden acudir todas las mujeres y los hombres que se quieran adentrar en una experiencia feminista de educación, misma que se construye sobre una línea de pensamiento que recoge los escritos de mujeres en un contexto histórico y social diferente al europeo, al africano y al asiático. Todas las mujeres y los hombres, estén inscritas o no en la maestría de la UACM, que quieran adentrarse en el estudio del contexto de imposición colonial de un sistema de género dual, violento, repetitivo y jerárquico. La construcción criolla y mestiza de ese sistema de género se llama machismo y ha sido combatido por todas las mujeres que no se sienten cómodas en una estructura colonial hegemónica.

Ahora bien, como todos los constructos culturales de un sistema opresivo el machismo actúa en la reproducción del sistema. El machismo construye pobreza al separar los bienes materiales entre hombres y al excluir del reparto de tierra y funciones a las mujeres; el machismo construye violencia al hacer de la política un lugar de confrontaciones entre hombres en armas –poco importa si son soldados, policías, delincuentes o guerrilleros- en el cual las mujeres son botín o bajas colaterales (esposas, hijas, madres, hermanas, colaterales y trabajadoras de los hombres en armas son transformadas así en víctimas de una situación sobre la que no tienen control); el machismo construye incomprensión al separar el mundo de los juegos, del deporte, del poder, de la cultura a los hombres de las mujeres, haciéndoles percibir a los hombres que sus actividades son principales, tienen una valencia superior a las actividades semejantes que las mujeres llevan a cabo: o ¿acaso la televisión se ocupa del campeonato femenil de futbol y las ciudades se paralizan cuando las mujeres les tiran una patada a una esfera de caucho?

En fin, el machismo se reproduce reproduciendo los elementos culturales que lo sostienen. Conozco socialistas que se deleitan con cuentos donde las mujeres son asesinadas por esposos al que no ofrecen cariño y respeto y que dicen pendejadas tales como: “Es que la personaja se lo merecía, después de todos los cuernos que le puso y el maltrato que le dio…”. Esos mismos socialistas nunca leerían una novela sobre un levantamiento campesino diciendo que los insurrectos se “merecen” la tortura y la muerte por el patrón al que le ponen los cuernos con un ideal de colectivización de la tierra.

Conozco a personas de esa nueva clase de católicos contemporáneos que no saben nada más de religión sino que es un scoop actual para la escalada de puestos gubernamentales y de respeto social y que piensan que hay una diferencia sustancial si un sacerdote viola a un muchacho o a una muchacha, porque “ellas están hechas para eso”. Ese tipo de católicos cree que violar a un muchacho es un pecado mayor que violar a una muchacha y en el clima de excesos en el que estamos inmersos en México, sólo es necesario incomodarse si el delito es muy grave. Ese tipo de católico se parece mucho a los evangelizadores que vinieron a América hace 500 años y consideraron que la violencia sexual contra las mujeres americanas podía solucionarse con el matrimonio, claro siempre y cuando el encomendero ya no estuviera casado, o cuando la violencia no estuviera acompañada con la enseñanza de la nueva religión, o cuando… A final de cuentas, los capitanes ofrecían entre otros bienes de despojo a los soldados de la conquista un botín de “indias hermosas” y contra eso nunca se metieron los evangelizadores.

¿Cómo defender entonces los derechos humanos de las mujeres sin intervenir en el plano de la cultura que es el plano donde se organiza la sociedad y la idea que las personas tienen de sí, el plano de la construcción del gusto, de la sexualidad y del intercambio?

La defensa de la vida de las mujeres en libertad hoy como hoy no puede encerrarse en la demanda de derechos específicos a un Estado que es el garante que la situación de opresión de género no se modifique. El derecho de una mujer a ser sí misma, a no sufrir violencia, a expresar sus puntos de vista ante una sociedad que le reconoce un valor a su palabra, a acceder a productos artísticos de su preferencia, a jugar, a gozar de su cuerpo, a tener propiedades, a no ser explotada en el trabajo, a obtener el acceso a la justicia cuando sufre una agresión, a verse representada en la literatura y el cine como una persona autónoma, a construir su propia idea de salud y de belleza, no puede exigírsele a un Estado que organiza la cultura de la discriminación y reproduce en la sociedad una escala de valores jerarquizadas.

A las mujeres que se han organizado para la defensa de los derechos de las mujeres sin haber pasado por la autoconciencia feminista y la deconstrucción del machismo como producto social, por lo general les va muy mal cuando se enfrentan al sistema estatal y su férrea barrera contra la crítica a su propia organización. Son irrespetadas, son ridiculizadas, son dejadas en la cola de las demandas, son enaltecidas sólo cuando al sistema le es útil distraer la atención de realidades que le incomodad y viven frustraciones aplastantes. Reciben migajas de derechos, leyes que no se cumplen o sistemas de protección social que terminan aprisionándolas a ellas antes de que se transforme la cultura del cuidado infantil o de la valoración del trabajo doméstico en un divorcio, por ejemplo.

Últimamente, a todas las formas de irrespeto anterior a las que se han visto expuestas las mujeres y algunos hombres que pugnan por un mundo donde los derechos de las mujeres sean reconocidos por el Estado, se le ha sumado otra forma de agresión: el silencio. Un silencio tenaz, persistente, que abarca periódicos, televisiones, tribunales, cámaras de diversos tipos de representantes, cine, literatura y charlas sociales.

Ese silencio que es el arma de los machos para no explicar porque dejan de amar a la mujer que los ama; un silencio que es la forma de no zanjar diferencias dejándolas latentes en una relación afectiva, el silencio con que los patrones hacen frente a las demandas laborales de los trabajadores; pues el silencio es hoy la forma más abierta de agresión a las defensoras de los derechos humanos contemporáneas. No se le dan informaciones ni se permite que los medios informen sobre los resultados de sus investigaciones y el irrespeto a sus demandas. Así en el último año se han llevado a cabo más asesinatos de mujeres –feminicidios- que en todos los años precedentes, pero los periódicos sólo hablan del incremento de la violencia del narcotráfico. Cual si nuevamente la construcción colectiva del sentir y el deber pensar, instrumento de manutención del status quo, se dirigiera a repetir algo que la sociedad machista ha aceitado durante quinientos años: las mujeres vienen después, sus problemas nunca son prioritarios, si levantan la cabeza hay que acallarlas…

Seguramente, el sistema les teme a las mujeres que no son domesticadas por él, así como les teme a las y los trabajadores del SME, a los y las campesinas que resisten la implantación de transgénicos en México, a las pensadoras críticas y a los artistas propositivos. Todos ellos privados de la voz durante la última década.

Personalmente creo que la única manera de cambiar las condiciones de vida de las mujeres, y por ende de los hombres, se da en la transformación cultural de la cotidianidad. Ninguna chavita de una sociedad donde las mujeres son tratadas con cierta responsabilidad por el estado y las instituciones educativas diría que su indumentaria puede ser considerada como una provocación, ni siquiera como un elemento de seducción (diría: “Me visto como se me viene en gana, no me interesa nada más que sentirme a gusto”), pero la policía en México sigue pensando que una mujer que está en la calle de noche o que usa cierto tipo de ropa es causante del delito de la que es víctima. Esa policía se parece más a un fundamentalista religioso que desea volver a encerrar a las mujeres en sus casas, que al encargado de garantizar el respeto a los derechos de una jovencita libre de expresarse en su indumentaria tanto como en sus canciones, su arte, sus estudios, su libertad de movimiento. Esa policía es la que garantiza que las personas que sufren alguna forma de violencia contra sus derechos sean convertidas en víctimas.

Mi propuesta hoy es que las mujeres dejemos de ser víctimas por ser mujeres. Que nadie nos vea como víctimas de la condición mujeril. Que si alguien nos trata como pobres víctimas de una condición sexual inferiorizada podamos rebelarnos desde nuestra acción personal y colectiva contra la violencia y contra la victimización de quien sufre la violencia. Mi propuesta hoy es que nos expresemos críticamente en el campo de la cultura y las artes.

Como escritora, que eso soy, les propongo una lectura feminista de la novela negra como un espacio de crítica a la sociedad de irrespeto a los derechos de las mujeres.

Dos feministas muy distintas entre sí, la autónoma y radical María Galindo, activista del grupo Mujeres Creando, y la antropóloga argentina en Brasil, Rita Laura Segato, me han dado una pista para llegar a unas conclusiones totalmente personales sobre los personajes femeninos en la literatura actual, escrita por mujeres o por hombres sensibles a la condición de la mujeres. María Galindo y Rita Laura Segato me han informado acerca de la victimización de las mujeres como el más profundo rasgo de socialización de género en América Latina, un rasgo que cruza tanto por la formación de las mujeres en la cultura urbana, mestiza y de clase media como aquella de las culturas indígenas domesticadas por la Conquista y el racismo. Socialización que se hace evidente en la descripción de los personajes literarios sea cuando son descritos desde perspectivas misóginas, abiertas o encubiertas, como las que hacen caso omiso de la condición sexual-social, sea cuando un cierto tipo de “compromiso” con la causa lleva a algunas autoras de libros a asumir víctimas triunfadoras o víctimas aniquiladas.

Víctima es una persona que no puede vivir con las cicatrices de la violencia sufrida sin convertirlas en las causantes de todos sus actos. Es quien hace de su condición de abusada, maltratada, violada, torturada, pobre, marginada, excluida, discriminada o amenazada el rasgo primero de su personalidad, su esencia totalizadora. La víctima sólo puede representar su papel de víctima. Ninguna víctima puede liberarse y arrastra su propia victimización al campo del trabajo, de la sexualidad, del goce, de los afectos y del deseo de aprender. Ser víctima se asemeja a la condición de alcohólica más que a la de una persona que ha sufrido un abuso o una violencia (física, económica, moral, sexual, educativa, que las mujeres las sufrimos todas alguna vez en nuestras vidas): ser víctima implica nunca poder dejar de serlo.

Cuando llegué a esta conclusión, después de un largo y rápido viaje que me llevó a estar sentada durante muchas horas en un avión y a comprar diversas novelas en las librerías de los aeropuertos de media Europa y México, entendí porqué Rita Laura Segato fue tan duramente criticada hace poco menos de un año por decir una de las cosas más novedosas del feminismo latinoamericano. Esta antropóloga de la universidad de Brasilia que ha estudiado a fondo las raíces y las formas de la violencia contra las mujeres, desde las comunidades campesinas hasta Ciudad Juárez, afirmó durante una entrevista que una mujer que esté libre de la idea que su cuerpo pertenece a un hombre (o a una institución patriarcal: padre, marido, tutor) puede sobrellevar una violación, denunciarla, y no sólo sobrevivir a ella, sino insertarla en su mundo de experiencias educadoras, conducir sus actos hacia actitudes éticas y gozar plenamente de una excelente sexualidad. Una sexualidad suya, homo o heterosexual, placentera precisamente porque no de otra persona, no debida, propia, que ningún acto de violencia sufrido puede arrebatarle, porque no es una cosa sino una forma de ser.

Vinculé ese descubrimiento con las actividades de Mujeres Creando, uno de los grupos feministas más radicales y propositivos del mundo. En Bolivia, Mujeres Creando es una piedra en el zapato de las derechas y de las izquierdas, se organiza alrededor de una idea-eje: que putas, indias y lesbianas tienen mucho en común como rompedoras de las organizaciones sexo-sociales patriarcales, son creadoras de expresiones culturales de liberación. María Galindo me lo confirmó durante su último viaje a México, en mayo de 2010. Hablábamos durante la cena que las mujeres nos apoyamos unas en las otras para hacer salir a la luz nuestras capacidades individuales y grupales de interpretación y transformación del mundo cuando entendemos que no somos un sector de la población ni, mucho menos, un cuerpo social que tiene la obligación de exigirle al estado que las educa y orilla a ser víctimas una agenda de derechos para las mujeres. Asumirnos como víctimas implica un suicidio, pues.

“Hay más en común entre una mujer jueza que absuelve un violador y el violador, que entre la mujer jueza y la mujer violada”, escribió María en el número 2 de Mujer Pública, una revista absolutamente autónoma, sin financiamientos, que vive del trabajo intelectual y físico de mujeres en diálogo entre sí, de una punta a otra de Bolivia y de una punta a otra del mundo. Una mujer violada va a encontrar en los escraches de “putas, indias y lesbianas juntas, revueltas y hermanadas” (como se definen a sí mismas Mujeres Creando) que denuncian al violador en los muros de su habitación, en los programas de radio, con el megáfono por las calles de su barrio, una solidaridad activa mucho mayor que la que puede encontrar en una ley contra la violencia de género que la jueza interpreta de manera patriarcal.

De paso, esos escraches y denuncias públicas van a darle la oportunidad de tomar en sus manos su destino, convertirlo en su creación, y -¿por qué no?- liberarse de las cicatrices que por una estética patriarcal deberían afear (que la afeen es un mandato patriarcal) su sexualidad. La víctima de violación se convierte así en una activista contra la violación, una mujer plena a pesar de la violación, que le da un lugar feminista a esa actividad compulsiva del patriarcado que es la violación, sin culparse por ella ni renunciando a su placer sexual. Paralelamente, la mujer que se libera de ser víctima libera a los hombres de ser victimarios, porque en los hechos los convierten en aliados en la lucha contra el patriarcado. Con ello, hace tambalear el sistema entero.

En los libros que leí durante mis viajes me he topado con la trilogía Millenium (Los hombres que no amaban a las mujeres; La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina; y La reina en el palacio de las corrientes de aire) del sueco Stieg Larsson, un periodista pacifista experto en los grupos de extrema derecha y sus vínculos con las cúpulas políticas y financieras que extrañamente murió de un infarto a los pocos días de haber entregado los tres manuscritos a su editorial, así como con el principal de sus personajes masculinos, Mikael Blomkvist, un periodista financiero que devela la relación entre las riquezas que se han acumulado rápidamente en clima de globalización neoliberal y las mafias masculinas de hombres que odian a las mujeres, las maltratan, las asesinan, gozan con su dolor y su sumisión.

Mikael Blomkvist tiene a una mejor amiga que, a la vez, es su amante desde el colegio, mantiene relaciones civilizadas con una ex esposa y una hija que manifiesta debilidad por algunas corrientes religiosas y se relaciona con una flaca y genial hacker que colabora con él en develar crímenes internacionales. Muchas mujeres se acuestan con él por su voluntad y él ama hacer el amor siempre y cuando no implique ningún lazo de estabilidad ni violencia o coerción alguna. La moral no es cosa de con cuántas personas te acuestas, sino una práctica de no imposición y respeto de la plena humanidad de otra persona, lo cual implica respeto de sus sentimientos, sensaciones y voluntad; es decir, implica también dar y recibir placer.

Por supuesto, Mikael Blomkvist lava los platos y prepara café, pero sobre todo al darse cuenta que a una amiga periodista los directivos masculinos de la televisión por la que trabaja la han marginado de las entrevistas, cuando se vuelve famoso sólo acepta ser entrevistado por ella.

Las mujeres protagonistas de las novelas de Stieg Larsson pasan por todo tipo de violencia y todas conciben respuestas a la misma. Por supuesto las hay asesinadas que ya no pueden actuar, pero las demás actúan también por ellas. Sus acciones van desde la fantasía -entendida como una posibilidad de aferrarse a la vida en situaciones de impotencia durante una violación o una tortura, mediante la fuga de la propia realidad en las ideas de venganza o de felicidad-, hasta la defensa, cuando no la agresión, física que emplean para sustraerse de la presencia del victimario. Pasan por otras miles de posibilidades, por supuesto: fugas, venganzas, denuncias.

De la misma forma me ha impresionado la lectura de la intensísima denuncia de los abusos del sistema de protección de la infancia británico contenida en la novela Vento scomposto (viento descompuesto) de la escritora anglo-siciliana Simonetta Agnello-Hornby, quien toma las partes de un padre acusado de abusar a su hija de tres años por una maestra paranoica que pide ayuda a los servicios sociales. En la novela, los dos personajes masculinos, el supuesto abusador, antipático por rico, prepotente y controlador, y el abogado solidario con las mujeres que llegan a pedirle ayuda tanto contra los maridos violentos como contra el estado que, en nombre de su bienestar, las amenaza con quitarles los hijos, son sostenidos por decenas de personajes femeninos, todos activos contra todos los tipos de violencia, ilegales y legales.

De estas novelas, las escritas por un hombre solidario con las mujeres y la escrita por una mujer solidaria con los hombres, me ha impresionado el acento puesto en la defensa y no en la victimización que las mujeres pueden emprender tras sufrir un abuso. Como Galindo y Segato, Larsson y Agnello afirman que es factible no convertirse en víctimas aun habiendo sufrido una agresión espantosa en un clima social de naturalización de la violencia contra las mujeres. Como lo mencioné arriba, no convertirse en víctima me parece la estrategia feminista más radical que podamos imaginar.

La diferencia entre esta literatura y la que el selecto grupo de machos novelistas mexicanos y latinoamericanos que han escogido el mundo del narcotráfico para deleitarse en historias donde la violencia es una reina incontestada (Elmer Mendoza, Sergio Ramírez, Mario Mendoza y una docena de escritores menores), es impresionante. Estos últimos son los más grandes defensores del estatus quo patriarcal. La narconovela, como ellos mismos la definen, vende y vende muy bien porque no propone ninguna alternativa a la realidad, pues la reproduce cual si fuera el ingrediente preciso de una erótica de la aniquilación. Como en las gestas de la Conquista reportadas por los cronistas, las mujeres son botín, “indias hermosas”, víctimas de un destino que las rebasa, víctimas de un destino controlado por otros.

Si para algunos de ellos la narcoliteratura de los autores latinoamericanos contemporáneos representa un segundo boom literario regional será porque es tan excluyente de la experiencia femenina como el primero, donde novelas de autoras geniales, como Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, para dar un ejemplo, no fueron tomadas en consideración.

En realidad, la preeminencia de la violencia y el narcotráfico como eje de la narrativa de Elmer Mendoza, para dar un ejemplo de alguien que escribe bien, no es sino la continuación de la exaltación de las víctimas del destino, como esos Buendía de Cien años de soledad, novela del macho clasista y enaltecedor de la prostitución de muchachitas campesinas García Márquez, que no tenían otra posibilidad de ser que la de lanzarse cabeza abajo en el páramo de la desolación de su país de víctimas de la violencia política nacional y de la explotación económica imperialista.

La diferencia ente la narconovela y un libro de denuncia de las mafias como, por ejemplo, Gomorra de Roberto Saviano, es que los capos de las mafias de la literatura latinoamericana son héroes débiles y prepotentes que someten; son personajes venerados por las víctimas de la injusticia cuya bajeza moral se mezcla con llantos, crisis, deseos de paternidad, violencia contra las mujeres para mantenerlas en el orden de la puta, la esposa, la hermana, la enemiga. Eso es, son prototipos de género, perpetuadores de la victimización latinoamericana así como de la imposibilidad de cambio en las relaciones entre las personas.

¡Qué diferencia con El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez! El recientemente fallecido escritor argentino tuvo el valor de narrar un hecho real, el asesinato de una joven periodista brasileña independiente y capaz de un análisis desprejuiciado de la realidad por parte de un viejo periodista patriarcal con quien quería cortar su relación afectiva. Eloy Martínez retrata a su personaja como a una mujer libre. Para no convertirla en una víctima más, se venga por ella de que el viejo asesino goce hoy de un privilegiado arresto domiciliario, describiéndolo en toda su odiosa masculinidad asesina.

Por mucho que mi querido Paco Ignacio Taibo II diga que en los países latinoamericanos la corrupción gubernamental y la infiltración de las mafias en todas las esferas del poder hace que sea imposible conocer los hechos en toda su dimensión de no ser por las reconstrucciones de la novela negra, entendida como un sustituto cercano de la verdad ausente, desde su doña Eustolia con tanto de cuchillo cebollero él tampoco ha vuelto a identificar su deseo de cambio político con un personaje femenino enfrentado a la victimización de género, un personaje que reivindique la humanidad activa de mujeres y hombres. Urge una novela negra que dé cuenta de la realidad y no sólo de un mito reciclado.

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